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Testimonio de Jesús

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Creí en el Señor Jesucristo como mi salvador cuando tenía unos 18 años.

 

En primer lugar, el hecho de que yo esté aquí es un milagro. Mis padres tenían problemas para tener hijos. A mi madre se le murieron varios bebés siendo muy pequeños. Cuando se quedó embarazada de mí, ella no me quería tener por temor a volver a ver morir a otro hijo, sin embargo, el médico, que tenía principios pro-vida,  le aconsejó que siguiese adelante con el embarazo.  El hecho de que esté escribiendo estas líneas es suficiente para saber que Dios me permitió seguir viviendo.

 

Nací en una familia católica, como la mayoría de las personas en España; en el caso concreto de mi familia, a diferencia de otras que se denominan católicas (por tradición), la mía es católica practicante, y desde pequeño recuerdo que solía quedarme dormido en los bancos de la iglesia.

 

Siendo muy niño, asumía que Dios hablaba por medio de la Iglesia y de los sacerdotes; yo nunca me planteé si lo que escuchaba de ellos era lo que Dios decía o no, porque para mí, una institución tan arraigada en el tiempo tenía mucha credibilidad.

 

No tenía problemas económicos, y, si los tenía, yo no era consciente. Me pasaba bastante tiempo rodeado de muchos amigos. También empecé a salir con unas cuantas chicas y, en cuanto a mi vida religiosa, pensaba yo, tenía las necesidades cubiertas, porque además asistía a la iglesia, ya por voluntad propia, varias veces en semana.

 

Así que puedo decir que era una persona normal y corriente. Pero había algo raro en mi vida, que no terminaba de encajar. Y es que, conforme iba pasando la vida, mientras pasaban los días, yo sentía un tremendo vacío dentro de mí. Es como si mi corazón fuese como un pozo sin fondo. Y todos mis amigos, todas las novias que pudiera tener, o las diversiones que pude experimentar (porque me gustaba irme de fiesta), todo eso no era capaz de llenar ese fondo.

 

De aquel tiempo recuerdo haber ido hasta en tres ocasiones a encuentros juveniles con el papa que la Iglesia Católica organizaba con jóvenes alrededor del mundo. Cuando estaba allí, me sentía  muy bien; había un buen ambiente. Volvía, y me encontraba bien durante unos días, hasta que de nuevo volvía a mi rutina, y todo volvía a decaer, y notaba de nuevo ese vacío que había dentro de mí, y no había forma de llenarlo.

 

A la edad de 17 años entré en depresión. Estuve yendo al psicólogo durante 1 año. La receta que solía darme era “no pienses en la vida, y vete de compras.” Sonaba bien, pero él no me daría el dinero para irme de compras.

 

Seguía viviendo, y yo pensaba que la vida consistía en eso, levantarte por la mañana, ir al instituto, aguantar a los profesores, y escuchar lo que ellos te digan, llegas a casa, comes, estudias, y te acuestas, y, al día siguiente, lo mismo. Y, al día siguiente, otra vez igual. Y, por fin, llegaba el fin de semana, te vas de fiesta el viernes y el sábado, y el domingo vuelves a estar pensando que al día siguiente tienes de nuevo instituto. Para mí la vida carecía completamente de sentido.

 

Hasta en 2 ocasiones quise suicidarme. La primera vez no recuerdo por qué no lo hice. Le doy gracias a Dios por no haberlo hecho.

 

En la segunda ocasión, antes de hacerlo, empecé a pensar en mi vida, en lo que tenía y en lo que no tenía. Mi razonamiento era: “tengo una buena familia que me quiere, no tengo problemas económicos, tenía amigos, novia… cualquier persona de mi entorno que tuviera todo eso, podría sentirse satisfecha.” Pero no era mi caso. También, conocía de Dios, y si algo sabía de Él, que me habían enseñado en la iglesia, es que Dios es bueno. Ahí era donde no me encajaba mi vida. Pensaba: “si Dios es bueno, ¿por qué yo estoy así? Quizá es que no conozco realmente a Dios.”

 

Y ese día le hice a Dios una pregunta, o, más bien, un reto. Ahora me arrepiento de haberlo hecho. No somos quiénes para retar a Dios. Pero aquel día le dije así: “si Tú estás ahí y si Tú eres bueno, demuéstrame que eres bueno. Yo quiero vivir.” Así le dije, y hoy puedo decir que, por misericordia, Él me escuchó.

 

En el instituto no iba bien, así que repetí curso, y un año caí en la clase con un chico que era cristiano evangélico. Cuando me lo dijo, recuerdo que íbamos subiendo las escaleras del instituto, y era la primera vez que escuchaba acerca de ese grupo, y lo primero que vino a mi mente fue “es un sectario, de un grupo raro.”

 

Yo consideraba que lo que él decía y lo que yo decía eran básicamente lo mismo, sólo que con una pequeña diferencia: su iglesia no llegaba a los 30 miembros, y la Iglesia Católica tenía millones de fieles. Pero, aun así, lo que él me hablaba, me parecía algo muy similar, algo que descubrí que realmente no era así.

 

Estando en la Iglesia Católica, yo había conocido ciertas cosas de Dios, pero no conocía a Dios. Este chico me empezó a decir que mi problema estaba en el pecado, mi pecado. Yo sabía que era malo, porque sabía cómo era mi corazón, pero dentro de mí, no me consideraba malo, sino como cualquier persona normal y corriente. Pensaba: “si ser pecador, o ser malo es pensar o hacer cosas malas, ¿quién no es pecador?” Yo miraba a todos los demás, pero no me miraba a mí mismo. Yo tenía pecado delante de Dios, pero para mí ese pecado nunca había tenido importancia.

 

Este joven me hablaba lo que decía la Biblia acerca del pecado, que la consecuencia del pecado es la muerte, y que, por culpa del pecado, yo tenía que ir al infierno. Yo incluso pensaba que el infierno no existía. De hecho, yo pensaba que ya estaba en el infierno, viviendo en este mundo con tantos problemas. Pero, efectivamente, esto no es el infierno, esto es la vida terrenal.

 

Yo tenía en mi casa Biblia desde siempre, pero nunca le había prestado mucha atención. La consideraba un libro normal y corriente, un libro de moral, donde nos dice lo que le gusta a Dios y lo que no, etc., pero era un libro muy difícil de entender. Y creía que tampoco tenía tiempo para estar leyendo la Biblia e intentar entenderla. Por otro lado, este chico me decía que cuando muriera tenía que ir al infierno, por culpa de mi pecado, pero yo pensaba: “no me preocupa lo que me pase después de la muerte. Yo quiero ser feliz aquí hoy, no el día de mañana.”

 

Cada uno de estos pensamientos está relacionado con lo demás, porque yo pensaba que el problema estaba en que los demás no me entendían, y no en mí. De hecho, en una ocasión quise escaparme de casa. También sé que una depresión es muy difícil de llevar, para el que la sufre, y para los demás, porque no tienen ni idea de lo que esa persona pueda estar pasando.

 

Pero yo nunca pensé que la raíz de ese problema fuera mi pecado. Cuando empecé a leer la Biblia, entendí que ese era mi problema. Dios dice que, por culpa del pecado, estamos separados y apartados de Él. A partir de ese momento, Dios me fue enseñando qué era lo que me sucedía. Yo quería vivir, yo quería vida, pero, ¿de quién proviene la vida? De Dios. Y, si yo estaba apartado de Dios, ¿cómo podía tener vida? Era imposible.

 

Mi vida era como un teléfono móvil al que se le está acabando la batería. Quizá haya gente que aguante mucho más, pero, en mi caso, con 17 años, ya se me estaba acabando esa batería.  Y me estaba dando cuenta de que había algo en mi vida que no iba bien. Y ese algo era mi pecado.

 

Yo merecía morir, y merecía la condenación, por culpa de mi pecado.

 

Hoy en día sé que hubo alguien que derramó su sangre por mí en la cruz del Calvario, y no ha habido ningún otro que hiciera eso por mí. Cuando Él murió en aquella cruz, Cristo estaba cargando todo mi pecado sobre Él. Murió, y al tercer día resucitó de entre los muertos.

 

La Biblia no es un simple libro de historia, ni tampoco un libro de moral. Es la Palabra de Dios, el mensaje de Dios al hombre. Y ese Libro que para mí durante mucho tiempo fue un simple libro de autoayuda, ahora ese Libro me hizo ver todo lo que Dios quería hacer en mi vida y en la de otras personas.

 

Por medio de este Libro me di cuenta de que el pecado es tremendamente grave, como Dios dice. Yo hasta entonces no le daba ninguna importancia, e incluso disfrutaba con el pecado. Pero el pecado es muy grave, y su consecuencia es morir y estar apartado de Dios eternamente en el infierno. Esto es lo que Dios enseña. No me gustaba escuchar esto, porque yo sabía que yo también merecía ese castigo. Pero ¿quién soy yo para opinar sobre lo que Dios dice o debe decir?

 

Recuerdo que estuve viniendo a esta iglesia durante un año más o menos, sin prestar demasiada atención, hasta que cierto día, mientras estaba sentado escuchando, empecé a pensar: “si mueres esta noche, ¿a dónde irás?” En ese punto, ya sí empezaba a preocuparme la muerte, y a tener verdadero miedo, y me di cuenta de que, si moría en ese momento, me iría al infierno.

 

También me puse a pensar en lo que había pasado en mi vida, y me di cuenta de que, si me hubiese suicidado en alguna de esas ocasiones, pensando en quitarme “de en medio”, para quitarme de problemas, me habría ido al infierno. Así que Dios había sido muy misericordioso conmigo, y tuvo mucha paciencia.

 

Entonces me di cuenta de que mi único medio de Salvación era Jesucristo. No había otra manera. Si mi pecado me tenía apartado de Dios, yo necesitaba reconciliarme con Él. Y el único medio de reconciliación era la cruz de Jesucristo. La sangre que Él derramó en aquella cruz fue en mi lugar.

 

Al mismo tiempo, tuve la seguridad de que esa sangre perdonaba todos mis pecados, los que había cometido hasta ese momento, y los que cometería hasta que muriese.

 

Así que lo acepté y lo creí, y entendí que todos esos pecados habían sido perdonados por la sangre que Él derramó, y, al mismo tiempo, le di gracias por la tranquilidad de saber que, una vez que Dios te salva, lo hace para siempre. Dios no es como los hombres, que hoy piensan una cosa y, al día siguiente, otra. Con esto no quiero decir que ahora vivo haciendo lo que quiero, desobedeciéndole, ni mucho menos, pero sí tengo la seguridad de saber que un día estaré con Él en el Cielo, y no porque yo lo merezca de ninguna manera, sino porque Cristo derramó Su Sangre por mí.

 

Ahora puedo decir que mi vida ha cambiado muchísimo. Estoy casado, tengo hijos, una esposa maravillosa, estoy acudiendo a la Iglesia y escuchando la Palabra de Dios. Pero, si piensas que sólo esto es lo que Dios ha hecho en mi vida, lo siento, tengo que decir que no es así, falta por nombrar lo mejor.

 

Lo mejor que Dios ha hecho en mi vida es que me ha cambiado de ser un pecador que se iba al infierno, a ser perdonado e ir camino al Cielo. Esto con diferencia es lo mejor, porque todo lo demás que tengo en este mundo puede pasar, pero esta esperanza que tengo gracias a Cristo no va a cambiar.

 

Yo vine a la iglesia buscando la felicidad, pero me di cuenta de que, sin tener el perdón de tus pecados y la salvación eterna, es imposible obtener la verdadera felicidad. Sólo puede obtenerse sabiendo que, pase lo que pase en este mundo, Dios estará contigo, y que, por muy mal que te fueran las cosas en este mundo, irás con Cristo al Cielo.

 

No sé cuál es tu situación, pero te pido que por favor no demores esta decisión, como yo hice. Yo estuve un año escuchando la Palabra sin dar el paso de aceptar a Cristo como mi Salvador. Por favor, no lo dejes pasar y cree en Cristo lo antes posible.

 

Dios te bendiga.

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