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Testimonio de Mari Carmen

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Lo que voy a contar es lo más importante que ha ocurrido en mi vida, por encima del nacimiento de mis hijos u otra cosa, y es el hecho de cómo llegué a conocer a Cristo.

 

Yo nací en Sevilla el año 1962. Era una familia más o menos normal, con un padre muy trabajador y una madre muy ocupada en las tareas de casa. Somos 3 hermanos, y yo soy la hermana mediana. Pero la convivencia en casa no era buena. Siempre había bronca por algo, aunque, la verdad, no puedo quejarme demasiado, porque lo esencial, lo necesario, nunca me faltó.

 

Mi verdadero problema empezó cuando yo tenía alrededor de 13 años, cuando fui teniendo un poco de conciencia social y empecé a ver el mundo que me rodeaba, y resultó que me gustaba todavía menos que mi casa.

 

Es una época que no me gusta recordar, porque lo pasé francamente mal. Me hacía las típicas preguntas que creo que todos nos hemos hecho alguna vez: ¿por qué nacemos?, ¿para qué vivimos? ¿Por qué estamos aquí, solamente para morir después? Todo esto a mí me bloqueaba. Pensaba que no tenía sentido. Me parecía horrible vivir en un mundo tan malo, en el que hay hambre, injusticias en todos lados, violencia, guerras… Era un tiempo en que yo recuerdo que no podía ni ver el telediario, porque me hacía daño todo aquello que yo veía. Entonces, ¿qué podía hacer?

 

Pues para encontrar respuestas me fui metiendo cada vez más en la Iglesia Católica, porque yo me consideraba católica. Por ejemplo, al sacerdote del instituto donde yo estudiaba, siempre lo agobiaba con muchas preguntas, sobre las cosas que no entendía, la Trinidad y otras doctrinas. El hombre siempre me respondía: “Hija, eso es así. Esas cosas no se explican. Hay que creerlo. Son dogmas de fe.”

 

Con eso yo no me quedaba satisfecha, así que decidí involucrarme más en la Iglesia, y estuve un año como catequista, porque hacían falta personas para preparar a los niños para la 1ª Comunión, e incluso preparé a mi hermano pequeño. ¡Qué paradoja!, yo enseñando a otros lo que yo misma no sabía.

 

Con 14 años conocí al que hoy es mi marido, y al poco tiempo nos hicimos novios. Pero ni siquiera eso me llegaba a satisfacer, porque nada de lo que tenía calmaba ese vacío tan grande que yo sentía.

 

Empecé a asistir a reuniones de Comunidades Neocatecumenales, pero tampoco. Yo salía igual que entraba, a mí no me decían absolutamente nada. Yo seguía igual, vacía.

 

Todo esto me llevó a encerrarme cada vez más en mí misma y a pensar en la muerte como un alivio, incluso empecé a acariciar la idea del suicidio, porque pensaba: “Total, para vivir así, cuanto antes me muera, mejor.”

 

Cuando tenía 16 años estaba cursando 2º de BUP, y había un compañero allí que era cristiano. A él también, igual que al sacerdote, lo acosaba con muchas preguntas. Todo lo que no entendía se lo preguntaba a él. Pero, además, yo tenía tanta furia y tan rabia dentro, que traía al pobre amargado, y a veces huía de mí.

 

Un día este compañero empezó a repartir invitaciones para una reunión que habría en el salón de actos al día siguiente, en que iba a acudir un pastor misionero, Michael Carpenter. Iban a hacer una reunión para los jóvenes, para que pudieran hacer las preguntas que quisiéramos acerca de Dios.

 

A mí este chico no me dio invitación, por supuesto, supongo que porque me temía. La verdad es que yo nunca pretendí hacerle daño, y no le contradecía por molestarlo, sino que tenía tanta necesidad por conocer, que esperaba que él pudiera dar respuesta argumentada mis dudas.

 

Quisiera decir que yo lo pasé tan mal en esa época, que entiendo a las personas que caen en drogas o en sectas, porque nada de lo que yo tenía en mi vida (aunque no me faltaba nada materialmente y tenía mi novio), podía llenar el vacío que yo sentía.

 

Al día siguiente, por supuesto, fui a la reunión, una reunión que no había, por falta de público. No fue nadie de todo el instituto; sólo yo. Pero doy muchas gracias a Dios por ello, porque así pude hablar todo lo que necesitaba con ese misionero.

 

Para mí fue maravilloso cuando ese hombre abrió la Biblia y empezó a explicarme el Evangelio, y me dijo que Dios tenía respuestas para mi vida, que había un propósito, y que no estaba aquí por casualidad, y que, además, Dios me amaba a mí personalmente; no sólo a todos en general, sino que amaba a cada uno en particular, a pesar de nuestras historias y problemas. Y para mí eso fue un alivio inmenso.

 

Pero no quedo ahí, empezó a hablarme del pecado. Me dijo del pecado que Dios lo aborrecía tanto que me separaba de Él, y por eso yo estaba tan mal, porque estaba separada de Dios. Yo pensaba: “¿pecado? Eso en realidad no es tan importante. Bueno, yo no me he matado a nadie, no he robado. Las cosas que yo tengo, con 3 Padrenuestros y 2 Avemarías quedan solucionadas, porque no son tan graves.”

 

La Biblia dice en Romanos 3: 10: “No hay justo, ni aun uno.” Yo pensaba: “Bueno, el hombre en realidad no es tan malo; nos equivocamos a veces, pero el hombre en el fondo es bueno.” Realmente, yo no tenía idea de la Biblia ni de lo que Dios dice.

 

Me habló también del infierno, que la Biblia deja claro que es un lugar preparado para aquellos que rechazan a Jesucristo como Salvador. Yo pensaba dentro de mí: “Eso no lo puedo admitir. Dios es tan bueno que el infierno seguro que no existe.” “Pero además, si existiera,” pensaba, “yo era católica,” y, en todo caso, creía que “el infierno sería para los muy malos, como Hitler, etc.” Pero “los católicos no tenemos problema; primero vamos al purgatorio y después la familia, con sus misas de difuntos y sus rezos, se encarga de eso.”

 

Pero sobre todo, me habló de Cristo, del Amor tan grande que me tenía, y que era absolutamente necesario que Él muriera por nuestros pecados, y no había otra solución. Él era el único que no tenía pecado, y no había nadie en este mundo que pudiera redimirnos, y ningún pecador puede morir por otro, porque está en la misma condición. Sólo el que no tiene pecado puede morir en lugar de los pecadores.

 

Y, por ello, era necesario que nos reconciliáramos con Dios. Yo decía una vez más: “Bueno, ¿y las obras?” Porque a mí me habían dicho que para ir al Cielo teníamos que ser buenos. Entonces, todo lo que yo hacía en mis esfuerzos, ¿acaso no valía para nada?

 

En Isaías 64: 6 dice Dios que nuestras buenas obras son como trapos de inmundicia ante Él. Entonces, esto ya me bloqueó, porque, si mis buenas obras son trapos sucios ante Dios, ¿qué puedo hacer? Lo tenía cada vez más oscuro y perdido.

 

Pensaba en ese momento: “los católicos tenemos un montón de intermediarios, tenemos los santos, la Virgen María…” Si mis obras no eran suficientes, “al menos,” pensaba, “teníamos intermediarios.” Pero, ¿qué dice la Biblia de eso? ¿Podemos acaso llegar a Dios por medio de ellos?

 

En 1ª Timoteo 2: 5 hay un versículo que me gusta mucho, y que me ayudó en ese momento. Dice así: “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre,” Es decir, un solo Dios y un solo mediador, no muchos mediadores. Solamente a través de Jesucristo podemos ser salvos.

 

Así podría continuar mucho tiempo, contando todo lo que yo pensaba, y que la Biblia enseñaba todo lo contrario. Pero, con cada argumento que la Biblia me daba, yo iba cerrando cada vez más la boca, y me iba convenciendo de que no eran mis razonamientos, y que la Palabra de Dios es la que tiene la autoridad definitiva.

 

La verdad es que yo estaba acostumbrada a las historias bíblicas, porque todos en España (al menos, de mi generación) nos hemos criado con las historias de la Biblia. Para mí eran historias bonitas, como las de Jesucristo, que mi padre me leía de pequeña, y me encantaba, pero eran sólo historias bonitas, de nuestra tradición o cultura, y ahí se quedaban, o eso creía yo.

 

Pero, cuando yo me acerqué a la Palabra, y empezaron a enseñarme lo que la Biblia dice, me di cuenta de la dimensión tan grande que tiene. No se trata simplemente de un libro hermoso; es la Palabra de Dios. El Dios Creador y omnipotente se ha tomado la molestias de escribir una carta a los hombres, y nos ha dejado por escrito cuál es Su Voluntad. Para mí esto fue algo impresionante.

 

Durante dos semanas, después de que acudí a esa reunión, empecé a faltar a clase para asistir a las reuniones para escuchar la Palabra. Y ese fue el tiempo que tardé en caer de rodillas delante de Dios. Le pedí perdón por mis pecados, y que me salvara, y le di las gracias de todo corazón por la Obra de Cristo en mi lugar. Era yo la que tenía que haber muerto en la cruz, y no Él. Sin embargo, Él decidió morir en la cruz por mí, tan miserable.

 

Y lo estuve haciendo en los siguientes días una y otra vez, por la mañana, tarde y noche. Me ponía literalmente de rodillas y le clamaba: “Señor, perdona mis pecados. Señor, sálvame. Muchas gracias por Jesucristo.” Hasta que comprendí que Dios me había escuchado desde la primera vez, y que ya no tenía que hacerlo más veces, y ya me pude quedar tranquila.

 

Quiero dejaros claro que para mí esto no ha sido un cambio de religión: no es que yo antes era católica y ahora soy evangélica, ni mucho menos. Dios me cogió cuando estaba completamente hundida, no tenía expectativas de vida, ni me llenaba nada de lo que tenía. Él cambió mi mente y mi corazón. Me convenció de pecado, que yo ni siquiera creía que lo tenía. Y me hizo ver la necesidad tan grande que yo tenía de Él.

 

Tampoco quiero que nadie se sienta ofendido por algo que yo haya podido decir acerca de la Iglesia Católica; no es mi intención hablar mal acerca de los católicos. Sólo quiero humildemente compartiros mi experiencia y cómo he llegado hasta aquí.

 

También quisiera invitar a todo el que lee esta historia, a que escuche la Palabra de Dios, que realmente piense en estas cosas, que son eternas. Las cosas de aquí, de la Tierra, duran muy poco tiempo. Las que son realmente importantes son las que están escritas en la Palabra de Dios. No dejes que se te escapen los días sin prestar atención a lo que Dios dice.

 

No quiero decir con esto que, desde que entregué mi vida a Dios, todo ha ido perfecto, color de rosa. Eso no es cierto; tengo problemas, como todos los demás. Pero te digo de corazón que no me cambiaría por nadie en el mundo, porque ninguna otra cosa se puede igualar al hecho de sentirse reconciliado con Dios, y la paz que Él te da. Esa es mi fuerza, y es mi motor cada día: saberme en paz con Dios. Mis cuentas están pagadas delante de Él. ¿Por qué? ¿Porque soy acaso mejor que los demás? En absoluto, sino que Cristo ha pagado mis cuentas. La deuda que yo tenía con Dios por mis pecados, Cristo la pagó en la cruz por mí. Eso me da mucho gozo.

 

Quizá puedas pensar: “¿cómo es posible que estés tan segura?” Esta seguridad no viene de mí. Viene de la Palabra de Dios. Y estoy tan segura, porque no solamente he creído en Dios, como muchos otros, sino que he creído a Dios; he creído lo que Él dice. Yo sé que la Escritura es verdad; y lo he creído.

 

Dios dice en Su Palabra, en Juan 3: 36: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él.”

 

Doy muchas gracias a Dios de que haya tenido misericordia de mí, que me haya rescatado y me haya salvado, porque no sé qué habría sido de mí. Mi vida sin Él no tenía sentido ninguno.

 

Ojalá tú que lees esta historia también puedas decir lo mismo. Yo lo encontré todo en Dios. Deseo de corazón lo mismo para ti.

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